LA MUERTE EN ZUFRE
Por Diego A. Velázquez Mallofret
Hasta el año 1946, una vez concluidas las penurias de los años del hambre y la sequía de 1945, los viejos no comenzaron a cobrar sus primeras pagas. Anteriormente, una vez que estos hombres habían entregado lo mejor de su vida a un trabajo esclavizado para poder comer al día siguiente, ¿cómo afrontaban los últimos años de su existencia sin ahorros y sin recursos?
Los ancianos con más suerte eran acogidos por las Hermanitas de la Caridad de Aracena o eran atendidos por familiares o conocidos. Otros, como el Tío Bartolomé, mendigaban tocino, aceite y dinero. Los mayores que aún podían trabajar iban semidescalzos al campo a cuidar el ganado o por cargas de leña de jara para la panadería a cambio de un pan. El Tío Tomás, el de las Barbas, era asiduo a esta última forma de vida. Algunos de estos viejos se veían forzados a hacer el camino de regreso al pueblo agarrados del rabo del burro para poder llegar. Otras viejas, como "Juliana la Cestera", eran lavanderas.
Durante gran parte del S. XX, la muerte sorprendió a muchas personas de Zufre en su lugar de trabajo, esto es, en el campo. El cadáver era trasladado a la localidad por dos personas en unas sandas, especie de largas parihuelas dotadas de unos correajes para soportar mejor la carga. El muerto iba directamente sobre las sandas, a la vista de todos. Sólo aquellos que podían permitírselo pagaban una caja. Los muertos también eran trasladados en bestias de carga, exactamente en el hueco intermedio que quedaba entre dos sacas de paja, hasta el cementerio ubicado en San Sebastián.
Los que fallecían de peste eran enterrados en el "Cercadillo de los Muertos", de ahí su denominación. Las personas que acudían a los sepelios de individuos fallecidos por cólera iban acompañados de una botella de aguardiente, de la que tomaban frecuentes tragos para evitar las infecciones.
Sólo aquellos que pagaban al cura disponían de un entierro digno: el cura se esmeraba en dar una buena misa y aparecía vestido con el chaleco de los entierros, y no en camisa. Los entierros eran de primera, segunda y tercera clase. Aquellos que carecían de recursos económicos eran trasladados directamente en las sandas y arrojados al osario.
A título de ejemplo, valga la última voluntad de la vecina de Zufre Dª. Josefa Vázquez Duque, expresada en 1913, cuando contaba con 70 años de edad. Esta vecina declaraba en su testamento "que profesa la religión Católica, Apostólica, Romana, cuyos dogmas reconoce y acepta y en cuyo seno protesta morir" y "manda que, ocurrido su fallecimiento, se dé sepultura al cadáver en el cementerio católico del pueblo, donde aquel tenga lugar..."
Esta precisión de su memoria resulta curiosa por cuanto en aquellos años aún se enterraba en el camposanto de San Sebastián, sin embargo ya debían existir los cimientos del cementerio de San Miguel. La última voluntad también especifica "que se le haga entierro de segunda clase y se apliquen por el bien de su alma nueve misas rezadas en el novenario de su muerte, la de cabo de año, las treinta de San Gregorio y tres en las cárceles de Santa Justa y Rufina" -en Sevilla- "pagándose todos estos sufragios al estipendio de costumbre."
Ausencia de tierra
En aquellos años, sólo las personas más pudientes disponían de un nicho para su entierro, mientras que los pobres debían enterrar a sus muertos en la tierra y de forma anónima. A principios de siglo, la saturación de entierros en el suelo llegó a tal grado que ya no había espacio disponible para las inhumaciones. La Tía Regina, vecina de Zufre, lo relataba así en el lavadero:
"En el Cementerio Viejo ya no se puede enterrá',
ayer sacaron un muerto de la semana pasá'.
El cementerio se hace quieran ustedes o no,
o si no le damos cuenta al Señor Gobernadó'".
Fue la presión popular, manifestada en esta estudiantina, la que aceleró la construcción de la actual necrópolis de Zufre, el Cementerio de San Miguel, construido en dos fases. Los cimientos datan del primer decenio del S. XX, siendo el Alcalde D. Manuel Rufo. Las obras permanecieron paradas después varios años, reanudándose en el año 1922, bajo el mandanto del Alcalde D. Francisco Fernández. En la capilla del camposanto reza la siguiente inscripción:
"Se llevaron las principales obras de este cementerio en los años de 1923 y 1924, siendo Alcalde D. Francisco Fernández Martín."
Una luctuosa coincidencia quiso que el primer Alcalde que inició el proyecto, D. Manuel María Rufo y Rufo, fuera la primera persona que allí se enterrara, a los 70 años de edad. Era el cinco de febrero de 1924, justamente acababan de finalizar las obras. Aquel día la lluvia cayó de forma intensa sobre la villa y derribó el nicho de su único morador.
El viejo cementerio de San Sebastián fue clausurado en los años 50, bajo el mandato del edil D. Andrés Pascual. Posteriormente se publicaron varios edictos para que aquellos familiares interesados trasladaran los restos de sus difuntos al nuevo cementerio. Hacia el año 1977, se procedió a abrir los nichos y a trasladar los restos de los muertos al osario del Cementerio de San Miguel.