La vida en el campo
La economía de las familias de Zufre se circunscribió durante la mayor parte del S. XX al fruto que el campo podía ofrecerles. Y si la agricultura o la ganadería nada les ofrecían: nada tenían. Valga de ejemplo el hambre y la muerte que siguieron a la sequía de 1945, todavía presente en el recuerdo de muchos zufreños, que significó un triste colofón a los años del hambre (1939-1947) que siguieron a la Guerra Civil Española. Paradojas de la vida, el destino quiso que 1946 fuera año de lluvias y grandes cosechas.
En 1938, se constituye en Zufre la Junta Agrícola de la Villa, con el objetivo de proponer a las Secciones Agronómicas un plan de sementeras, concretando la extensión. La Junta se encargaba de distribuir entre los labradores las semillas adquiridas por el Servicio Nacional del Trigo. La constitución de esta Junta da una idea del número de hectáreas cultivadas en aquellos años. En el período que va de 1939 a 1940 la extensión de las sementeras era la siguiente:
Trigo.......217 hectáreas Garbanzo...............40 "
Avena.......152 " Guisante /chicharro....25 "
Cebada......132 " Centeno................9 "
Altramuces..100 " Maiz...................4 "
Berza.......80 "
En 1945, se recolectaron en Zufre 450 kilos de garbanzos.
Los hombres de Zufre articularon su vida en torno a una economía de subsistencia basada en la agricultura y la ganadería durante la mayor parte del S. XX.
Pastoreo en la Nava, 1950. Familias enteras vivían del y en el campo. Esta imagen contrasta con la que le sigue, tomada en la misma finca.
Ovejas en laNava:29.10.08. La imagen está tomada en la dehesa La Nava, finca situada entre Zufre y Santa Olalla. En ella se aprecia a un grupo de ovejas custodiado por un perro Mastín.
Las grandes haciendas se encontraban en manos de unos pocos. Cualquier finca que se preciara disponía de un gran cortijo, que se utilizaba como segunda vivienda por el propietario, un gran patio de tierra o empedrado y una caballeriza.
Esta última instalación cobijaba a los caballos, bueyes y otras bestias de carga empleadas en las tareas del campo.
Junto a la puerta del cortijo, uno o dos eucaliptos, árboles considerados exóticos a principios de siglo, adornaban la entrada.
Las casas del porquero, del cabrero y del guarda-bellotas completaban el conjunto de viviendas. Algunos de estos últimos hogares, si se les puede llamar así, cobijaban en treinta o cuarenta metros a familias de seis o más miembros, que se veían obligados a dormir en el suelo y comer fuera para poder compartir el exiguo espacio disponible.
Muchas de estas casas no contaban con chimeneas, lo que no era óbice para hacer fuego en su interior.
Uno o varios pozos abastecían de agua a las personas y al ganado.
Las haciendas disponían de varias majadas, un palomar, una casa para las aves domésticas y otra con un gran corral delimitado por paredes de piedra para las cabras.
Esquila de ovejas, Zufre, 1927.
Las matanzas de varios cerdos abastecían de chacina a las familias. Las cabras lo hacían de leche.
Una múa con unas cincuenta colmenas de corcho cubría las necesidades de miel.
María la del Tío Bruno en la matanza. 1958.
Las fincas también contaban con una era para trillar las mieses provenientes de la sementera. De ahí se obtenía alimento para el ganado y trigo. Este grano se entregaba después a los molineros para transformarlo en harina. Por lo general, las haciendas contaban con hornos de pan para el cocimiento de la masa.
En una economía de susbsistencia tampoco podían faltar alrededor de medio centenar de olivos para procurarse el aceite de todo el año.
La fruta y las hortalizas se obtenían de varias pequeñas huertas, abastecidas por manantiales subterráneos. En las zonas más frescas o alineadas en las orillas de los barrancos, las chopeas servían para obtener madera.
Finalmente, los tejares y hornos de cal abastecían de los materiales de construcción necesarios para la hacienda.
En torno a este universo particular, independiente, aislado y casi feudal, se regía la vida familiar. Dependiente, como nunca, del tiempo propicio para la agricultura y de que las epizootías no se cebaran en el ganado para poder comer mañana.
El trabajo del hombre de Zufre en el campo era un factor de aislamiento, determinado por las largas jornadas - de sol a sol- dedicadas a las labores agrícolas y ganaderas, en las que también ayudaba la mujer y los hijos. La sola atención a las tareas del campo suponía el asentamiento de la familia junto al lugar de trabajo.
Zufreños trillando en la era de Aguafría, 1958.
Estas circunstancias explican que las familias participaran de las fiestas y diversiones propias de la localidad en que estaban integradas muy de tarde en tarde -"de vará a vará"- y sólo excepcionalmente se trasladaran al pueblo.
Así las cosas, no es de extrañar que se advirtieran comportamientos extravagantes en los contactos con la comunidad entre aquellos zufreños más aislados. Muchas anécdotas pueden ilustrar este ensimismamiento: personas que corrían despavoridas ante el tañido de las campanas; hombres que pretendían encender el fuego con la luz de la linterna, individuos que se escondían ante la presencia de otros semejantes.
Otros factores de aislamiento eran la deficitaria red de comunicaciones y la práctica ausencia de medios de comunicación social.
Esta coyuntura se trastocó de forma decisiva a mediados de siglo, cuando en apenas unos decenios la sociedad rural y el campo de Zufre sufrieron unas vertiginosas transformaciones que no encuentran parangón en todos los siglos anteriores juntos.
A partir de los años 20, las familias dejaron de pernoctar en las casas del olivar durante la temporada de la aceituna; y en los 50, coincidiendo con que el hambre comenzaba a remitir y mejoraban las condiciones económicas, los zufreños iniciaron el éxodo del campo al pueblo y de ahí a la ciudad o al extranjero. Salvo excepciones, los hombres ya sólo pernoctaban en el campo para echar las temporadas de cochinos.
Parece mentira que los parajes de Zufre, hoy solitarios y mudos, hayan visto el paso de tantos hombres. Parece tierra indiferente, aislada, descontextuada, donde todas las cosas han de marcharse irremediablemente sin dejar huella en su dormida nada.
Un naranjo que apenas logra subsistir en la dehesa; un pozo semioculto por las jaras; kilómetros de paredes de piedra que delimitan las cercas; viejos muros semiderruidos que antaño conformaban casas de campo; molinos de harina anegados; hornos de tejas y cal que irrumpen en el paisaje; eras cubiertas por el manto vegetal; abrevaderos secos y veredas olvidadas constituyen una herencia indeleble y todavía perceptible.
Al verlas hoy, pocas personas son conscientes del esfuerzo faraónico que aquellas obras significaron. La pared blanca, por ejemplo, que va del cementerio a la linde de Las Umbrías, tiene una longitud que supera los dos kilómetros, y se pagó a la irrisoria cantidad de diez reales el metro.
Cualquier cosa que se halle en el campo, por insignificante que pueda parecer, tiene una explicación, cuando no una auténtica historia tras de sí. Si no se encuentra, es que ya, irremediablemente, se ha perdido en el tiempo.
Desde su aparente mutismo, estos legados son testigos elocuentes de una forma de vida que para nada debe ser olvidada o apartada, pues es la expresión de la cultura de un pueblo, de la rebelión del hombre contra la precariedad de las comunicaciones y de su desesperada lucha contra el medio para arrancar los frutos a la tierra.
Actividad de una familia zufreña típica hasta el segundo tercio del S. XX.
Lamentablemente, la modernidad en el campo trajo de la mano su destrucción. ¡Cuánto mejor que lo hubieran dejado como estaba! En los 70, el plan salvaje de reforestación de miles de hectáreas de eucaliptos; en los 80, la construcción de la presa de Zufre; y durante el último tercio del siglo, el abandono absoluto del campo y de sus precarias infraestructuras, esquilmaron, sin lugar a dudas, los recursos más valiosos de Zufre.
Un viejo cabrero lo explicaba así: "Antes cualquiera se amparaba un día de agua con el ganado, pero ya lo han quitado todo: ni casas donde cobijarse."
Apenas cincuenta años han bastado para que el campo de Zufre haya sufrido más ultrajes que en millones de años de historia.