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  El Calero
 

       

         EL CALERO.

 

Por Diego A. Velázquez Mallofret (recreación literaria de un hecho histórico local)

  

        No soy un psicópata, ni un comunista, ni un asesino. ¿Por qué, entonces, insisten siempre en los mismos argumentos? Si hubieran conocido la cruda realidad de los campos del Duque, la dureza de las labores agrícolas, tan ceñidas constantemente a la brutal existencia. Sin fantasía. Sin idealismo. La realidad del campo no atendía a razones humanitarias. Un día salía el sol y a la jornada siguiente otra y otra. La pertinaz sequía. ¡Oh, Dios! De nada valía clamar al Cielo por la ansiada lluvia. El hambre se alimentaba del hambre. Mis hijos enfermaban. Yo subsistía arrastrando mis pesares entre los rastrojos y el breñal.


A la derecha, con el niño en brazos, el hijo del Calero, salvado in extremis del fusilamiento. Zufre, 1944.   

      
¡Cierto! Orgulloso, siempre he sido y sigo siendo tremendamente orgulloso. ¿Acaso un hombre que tan solo levante su cuerpo del suelo un metro y medio debe carecer de orgullo? Eso debían pensar los señoritos terratenientes que se pavoneaban por sus haciendas con lujosas ropas y mejores caballos. Ellos, que dilapidaban el dinero entre las queridas y el vino, creían que podían burlarse de la miserable existencia de un bracero que apenas ganaba el dinero suficiente para alimentar a su familia. ¡Ningún hombre que se considerara cristiano debería cebar sus caprichos en la miseria de los demás! A mi no me importaban los devaneos amorosos de los ricos hacendados, ni su falta de escrúpulos. Yo siempre estaba dispuesto a levantar la azada sobre mis hombros y a golpear la tierra estéril de sol a sol. Eso sí, ¡que nadie osara burlarse de "El Calero", que nadie se atreviera siquiera a arrebatarle lo que era suyo!, porque entonces mi espíritu resignado se soliviantaba. A veces observaba a ese ser cargado de amor propio que surgía dentro de mí como a un extraño. Me daba miedo. Lo creía capaz de cualquier cosa. ¿Me entienden bien? Ya les dije que era muy orgulloso: y lo sigo siendo. ¿Creen ustedes que un calero, un guarda-bellotas, un porquero o un cabrero son menos que nadie? ¡Yo soy Manolo Muñoz, conocido por todos como El Calero, y esta es mi historia!

                      ***

 

        ¡Escúchenme! Ya les hablé de la inhospitalidad de los campos del Duque. Y si el campo era malo, malísimo, las relaciones entre los señoritos y los jornaleros lo eran mucho más. El Duque me requirió un día para arrancar el monte bajo de uno de los muchos terrenos de los que disponía en Zufre, en la sierra onubense, lugar donde transcurrió esta historia. Me prometió una fortuna de cinco duros a cambio de aquel trabajo. Deberían haberme visto. ¡Qué arduamente trabajé, qué intensamente! A las seis de la mañana, saltaba de la cama y me dirigía con el burro al horno de cal de "El Chorrito". La cal de las lanchas del olivar era muy apreciada en la construcción. Al mediodía concluía allí mi jornada y bajaba por los Macucales hasta la Rivera de Huelva; cruzaba el Vado de Portugalet y me quedaba en Santa Ana. Allí se encontraba el destajo. Mi mujer y mis hijos, de cinco, seis y ocho años, se encontraban allí desde las siete y media de la mañana. Todos debían de colaborar con las cargas de la casa.

        Verlos allí afanados me producía un enorme alivio. Solo el pensamiento de que el señorito intentara algún día abusar de mi mujer, igual que hacía con las caseras de sus cortijos, oscurecía mi cerebro y marcaba mi orgullo. Algunos días trabajaba deliberadamente menos tiempo en la cal y aparecía unas horas antes en el destajo. Los observaba sigilosamente desde el collado de los Pinos del Duque: nada, todo tranquilo. Mi mujer tampoco era una cosa especial, cómo si no habría tenido la osadía de desposarse con un desdichado como yo. Eso sí, si alguna vez sorprendiera al Duque con mi esposa, si los atrapara juntos en la era o en el lecho, ¡juro por Dios que los mataría! El cuerpo me temblaba cuando esta idea asaltaba mi mente. "¡Basta! ¡Basta!", me decía. Dejaba pasar unos instantes en los que respiraba hondamente. Abandonaba el collado y me reunía con mi familia.

 

                                       ***

 

        La presencia del destajo me producía una alegría incontenible. Jaras, aulagas, carrascos, lentiscos... ¡Nada se resistía ante el ímpetu arrollador de "El Calero" y su azada! Se trataba del cerro o yo. ¡Ay, Dios, por mi vida que sería yo quien ganara aquella batalla! Todo iba quedando tan limpio que tras de mí las encinas desnudas de monte bajo le conferían otro aspecto al paisaje. Parecía como si la tierra me lo agradeciera. Mi labor no tenía tregua. Apenas me otorgaba un pequeño respiro para almorzar varias rebanadas de tocino con pan y vino blanco. El sol se ponía, rendido a mi esfuerzo incansable, y yo continuaba mi labor más violentamente si cabe para aprovechar los últimos rayos de luz.

        Cuando la noche se cerraba sobre Santa Ana, yo paraba. En esos momentos me incorporaba. Observaba la silueta de las encinas y de los alcornoques recortada sobre la oscura bóveda del Cielo y reía como un loco: ¡ja, ja, ja, ja, ja! ¡ja, ja, ja! ¡ja, ja, ja! Mi trabajo superaba con creces al de mi mujer y mis hijos juntos, y eso que habían empezado seis horas antes que yo. En aquellos instantes en que mis carcajadas recorrían el corazón del angosto cerro, mi mujer y mis hijos me miraban de reojo con expresión temerosa. Hasta los ojos del burro reflejaban pavor. ¡El Calero se sentía grande, muy muy grande! En aquellos instantes yo era toda una personalidad! Deseaba ardientemente que el sol apareciera de nuevo para asestarle otro golpe mortal al cerro.

        Los días transcurrieron ininterrumpidamente de esta forma durante tres meses. Al cabo de ese tiempo, el destajo había concluido. Mucho tiempo antes de lo que cualquier bracero podría haber pensado. Ni siquiera aciertan a imaginar cómo me sentía en aquellos momentos. ¡Qué júbilo tan intenso, qué arrogancia al haber acabado el trabajo tan eficazmente, tan rápido! El cerro rendido a mis pies. La tierra plegada a las exigencias de "El Calero". Sin embargo, recuerdo que sentía piedad por las últimas matas que aún seguían adheridas al cerro, como una sensación de arrepentimiento ante aquel coloso herido. Mandé a mi familia y al burro a casa y permanecí apostado junto al último grupo de matas durante unas horas. Las obsevé detenidamente. Les quedaba poco de vida y yo sentía que ellas lo sabían. Estoy convencido de que si ellas hubieran adivinado que yo no había advertido su postrer existencia, habrían salido huyendo. A la caída del sol completé mi sacrilegio.                       

        Lloré. Lloré desconsoladamente hasta que la oscuridad me arropó en su lecho y me fundió con el paisaje herido. ¡Cómo se habrían reido de mí entonces! ¿Por qué plañía El Calero? Hasta el jornalero más violento de todos, el más embrutecido por su miserable existencia, alberga sentimientos en el fondo de su alma. A mí me ahogaba la expiración de todas aquellas matas que, como yo, sólo pretendían sobrevivir a las exiguas condiciones de vida que ofrecía aquel cerro harapiento. Me sentía como el matador que acaba con el toro, el único que alcanza a comprender el sentido de la vida de su adversario y, paradojas de la existencia, se enfrentan juntos a la muerte. El Calero se sentía arengado por todos y por todo. Y El Calero no quería, no quería falsas adulaciones, porque sabía que un día aquella ruleta rusa acabaría con él.

 

                               ***

 

        Al día siguiente, muy temprano, fui a buscar al Duque a su casa del pueblo. Petra, una de sus criadas, me abrió la puerta de atrás de muy mala gana. Apenas crucé el umbral de la puerta de servicio, los nervios y la inseguridad se apoderaron de mí. Experimentaba un pavor imposible de remediar. Si hubieran visto a aquel fiero y abnegado trabajador empequeñecerse hasta aquellos extremos, habrían sentido lástima de él. "¡Imbécil, estúpido, enano!", me repetía hasta la saciedad. Y en verdad que aquel ser gregario, baboso y camaleónico en el que yo me transformaba no merecía ni vivir. Yo sabía que me merecía eso y mucho más. Pero, ¿qué querían que yo le hiciese? Nada más atravesar el quicio, las rodillas me temblaban; la cabeza se inclinaba sin quererlo; la mirada se clavaba en el suelo; y las manos sudorosas agarraban con fuerza la boina para juguetear nerviosamente con ella. El Duque no acababa de recibirme. La lacaya de Petra ni tan siquiera se había molestado en importunar a su amo para indicarle mi presencia. Yo obsevaba por la rendija de la puerta que comunicaba el pasillo con el amplio salón como el Duque descansaba sobre el sofá mientras concluía el desayuno. Luego, su magna figura, ataviada con un batín, pasó junto a la mía en el amplio corredor. ¡Qué cuerpo tan imponente le había dado la naturaleza! La imagen del Duque hacía que la mía pareciese un insulto a la creación. Dios había querido marcar las diferencias entre los amos y los siervos desde el nacimiento. No sé si fue ese infinito complejo de inferioridad o la impotencia, que yo creía de origen divino, que sentía entonces; pero el caso es que cuando me atreví a sugerirle que me pagara los cinco duros del destajo, éste se revolvió por vez primera hacia mí: "Te pagaré dos duros. Demasiado bien pagado estás. Y dame las gracias. ¿Es que querías engañarme? Vamos, hombre, cinco duros por sólo tres meses de trabajo, ni que estuviéramos locos", me dijo con voz firme y autoritaria. Yo no sabía qué hacer, ni qué decir, ni qué pensar. Sus palabras me acongojaron y me angustiaron como la réplica de un padre a un hijo que acaba de hacer algo malo. Desesperación. Siendo la cara el espejo del alma, ustedes habrían tenido la ocasión de observar entonces el rostro más desdichado del mundo. Aunque el Duque apenas me miró mientras hablaba, también debió advertir como mi rostro se descomponía y se hundía hasta el suelo ante cada palabra suya.

        El amo ni siquiera esperó a examinar el efecto de su comentario. El eco de su locución aún se palpaba en el tenso ambiente cuando él ya se dirigía por el corredor hacia el patio exterior de la casa. Me marché o huí de allí como un niño aterrado al que le hubieran azuzado un gran perro. ¡Que pena sentía por mí! En los días que siguieron me sumergí en una crítica desesperación. Pasaba el tiempo sin hacer nada. Recostado sobre el colchón las horas transcurrían contemplando la chacina colgada de la madera del techo. Dejé de ir a trabajar al horno. La gente del pueblo, harta de que mi mujer les dijera una y otra vez que no había cal, había dejado de aparecer por mi casa. En una ocasión bajé por el camino de "El Carrilejo" hasta Santa Ana para ver de nuevo el destajo. Prorrumpí en amargos sollozos, así que no volví más. ¡Dios mío, de que manera un hombre puede llegar a perder toda ilusión por vivir! Las jornadas subsiguientes las pasé limpiando de manera obsesiva la escopeta. Les parecerá absurdo, pero aquello me hacía sentirme bien. Debió ser aquella rutinaria práctica y las largas jornadas dedicadas a la reflexión las que me inculcaron la idea de suicidarme. Sin embargo, aquel plan no acababa de tomar cuerpo en mi cerebro de forma definitiva. Otro, que en breve paso a relatarles, pasaría por mi cabeza de puntillas y acabaría martilleándome el seso día y noche.

                          ***

 

        Mi estado de ánimo se fue recuperando con el paso de los días. Oscilaba entre la depresión y el odio hacia mis semejantes. Ya algo más restablecido, y ostigado por familiares y amigos, me atreví a reclamar la deuda al Duque. ¡Con qué calma me comporté! ¡Qué serenidad! Me encontraba sorprendido de mi cambio de actitud. Ya no me temblaban las piernas, ni la voz. Eso sí, el amo volvió a la carga con los mismos argumentos. Volvía a reirse de mí.

        No podría precisar cómo ni de qué manera aquella idea, que en algún momento se había introducido de forma aventurera en mi cabeza, fue avanzando hasta aprisionar por completo mi cerebro a lo largo de todos los días que siguieron al segundo encuentro con el Duque. ¡No se imaginan lo complicado que puede llegar a ser mi cerebro!

        La escopeta, más reluciente que nunca, estaba sobre la repisa de la pared, encima de la cabecera de la cama. El crucifijo de Dios, omnipresente, se encontraba a su lado. ¿Sería aquello una señal? Dios, en su misericordia por los más débiles, había querido que yo rompiese de modo fatal la diferencia que había existido desde el nacimiento entre el Duque y yo. La muerte equitativa sobre todas las cosas.

        Tres días permanecí apostado en la Casilla del Trapo, en la cerca del mismo nombre, a unos cien metros de lo que hoy es el cementerio de Zufre, y que en aquellos años no estaba más que en sus cimientos. ¿Sería esto otra premonición? Entre aquellas cuatro paredes permanecí cobijado tres atardeceres y dos noches. Yo sabía que el Duque pasaría tarde o temprano por allí. Sólo era cuestión de paciencia, y ser pacientes era de sabios.

        El amo tenía que tomar aquella calleja para ver a su querida en Santa Ana, una joven cabrera de Cala a la que le llevaba veinte años y con la que tenía tres hijos. Yo lo había visto pasar por allí en otras ocasiones, al igual que otra gente del pueblo. Aquello era vox populi. Su mujer o lo sabía o hacía como que no lo sabía, pues otra explicación no cabía.

        Por la tronera de la casilla avistaba perfectamente la parte alta de la calleja. No paraba de liar cigarrillos. Estaba nervioso, lo reconozco. Sentí una opresión en el corazón y un nudo en el estómago difíciles de evitar. No obstante, aquello mismo era lo que me procuraba una calma y unos reflejos de lobo preparado para atacar. ¡Ja! Yo era la fiera y el gran Duque la presa. ¡Qué enorme satisfacción me producía aquello! Volvía a sentirme importante por segunda vez en mi vida, como en aquella ocasión en la que terminé el destajo. Me creía el brazo ejecutor de un designio divino. Si les dijera tan sólo algunas de las cosas que pasaron por mi cabeza en las tres noches de espera, concluirían en que estoy loco; loco de atar. Pero no, no es así. Lo dije al principio y lo vuelvo a repetir ahora.

        A la tercera tarde apareció. El Duque de la buena planta iba sobre su hermoso caballo. En contra de lo que puedan suponer, su presencia no me provocó un estado especial de ánimo. Para mí se trataba del ineludible destino que, como la muerte, acaba llegando tarde o temprano. Salté con mi escopeta al centro de la calleja. El amo convertido en presa me avistó enseguida. La desesperación. Pronuncié lentamente, con voz enérgica y clarificadora: "Soy tu Angel de la Guarda y vengo a pedirte cuentas para el juicio final". ¡Qué estupidez acababa de decir! Era como si alguien hubiera puesto aquellas absurdas palabras en mi boca. Tanto tiempo pensando en la deidad y en la divina obra que, llegado el momento, desvariaba. Pensé que el Duque iba a reirse de mí. No, el Duque no reía; tiritaba como una vareta de olivo; temblaba de arriba a abajo. El amo hablaba como una mujer; rajaba hasta por los codos. Sin embargo ya se había agotado el tiempo de las palabras. El también debió de comprenderlo así, porque, en su desesperación, intentó echar mano de su pistola, pero temblaba tanto que el arma se le cayó al suelo. Aquel pobre parecía no darse cuenta de que no podía hacer nada contra su destino. Yo le miraba fijamente a los ojos, con expresión que yo creía de dulzura. Es curioso, pero no escuchaba nada. Ante mis ojos sólo aparecían escenas del pasado. Un ruido hiriente, atronador. Sangre. El amo salió lanzado por la grupa del caballo. Oscuridad. Soledad. Muerte. El vacío. El caprichoso alejamiento. De nuevo sentía aquella profunda desesperanza que se apoderó de mí cuando concluí el destajo. Ahora, mi vida, ¿qué es mi vida? Todos estos días habían estado marcados por el objetivo de acabar con la existencia de este hombre. ¿Y ahora qué? No advertía una sensación especial por haber disparado contra él, no más que cuando se abate a un conejo durante una cacería. Tampoco el Cielo daba señales de algo diferente. Los últimos jirones rojizos del atardecer morían al oeste del tórrido paisaje. Huí. Después supe que el Duque no murió al instante. Unas lavanderas, alertadas por el ruido del disparo, oyeron de sus labios el nombre del agresor: "El Calero, el Calero ha sido".

               

                                       ***

 

        ¡Qué mas da! Tampoco me importaba. Lo cierto es que ni siquiera había reparado en tal circunstancia. Me refugié en Cabezas Rubias, en casa de unos familiares. La Guardia Civil es muy astuta, así que acondicioné un majano de una cerca de olivos próxima para pasar allí las noches.

        Cada diez días recogía la comida que mi hermana me preparaba en la casa. ¡Qué suerte poder contar con gente que te quiera! Para evitar dejar las marcas de mis pisadas en la distancia que separaba la casa del majano, distribuí astutamente, de forma aparentemente aleatoria, unas lanchas de piedra a lo largo del camino. ¡Que inteligentemente procedí! Así transcurrieron los meses, hasta que una madrugada, como cada diez días, al entrar por la ventana de la parte posterior de la vivienda, me di de bruces contra cuatro guardas civiles. Me sacaron reventado, a patadas, como a un perro, por la puerta. ¡Qué extraño!, no había nadie en casa. Después supe que mi cuñado me había vendido por cuatro perras. Entonces, me vino a la cabeza una frase de mi infancia: ¡Manolito, no te fies ni de tu padre! No crean que le guardo rencor. La indigencia es como un perro hambriento capaz de atacar a su amo. Bastante debe soportar su pobre conciencia, atormentada con lo que hizo.

        En el cuartelillo recibí guantazos durante varios días. Yo ya sabía como las gastaba la Guardia Civil. De niño, había visto a Murillo recibir bofetadas en la puerta de su casa, delante de su mujer y de sus hijos -¡Qué pensarían aquellas criaturas!- acusado de robar un cerdo. El animal apareció a los dos días. Se había perdido. Ni se disculparon. ¿Para qué? Estuve varios días en la cárcel a la espera de juicio en Huelva. Una vez ante el juez, éste me preguntó: "-Manuel Muñoz, ¿mató usted al Duque?

-Sí -contesté-, y si siete vidas tuviera, siete veces lo mataría."

        Quizá la sala esperaba que la Guardia Civil hubiese reblandecido mis bríos, pero no, ya les dije que era orgulloso; y lo sigo siendo. El juicio no duró más. Lo cierto es que cuanto más lo pienso ahora, menos me explico las molestias que se tomaron. El magistrado ni tan siquiera me preguntó por qué le había disparado.

 

                          ***

 

        Me mandaron a Figueras,donde pasé doce años entre rejas. Cuando cumplí la condena, regresé a Zufre. Mientras había estado fuera, se forjó sobre mí una absurda leyenda que me describía como un luchador contra los abusos de los terratenientes, un comunista, un indeseable o un loco. Para bien o para mal, la gente hablaba de mí, y eso siempre es malo. Sin embargo, no se trataba de nada de eso. En realidad, yo me había limitado a exigir lo que era mío, por lo que me molestaba cualquier apreciación sobre mi persona. Además, intuía que la gente del campo que me alababa en privado me criticaba después delante de sus amos. ¡Qué asco de vida! Me molestaban tanto aquellos hipócritas... Una frase que me dijo “el Curro” hace muchos años se me vino a la cabeza: "Los pobres somos mucho peores que los ricos". ¡Qué razón tenía!

        Yo no, yo era distinto a todos ellos. Yo nunca había faltado a mi palabra. Siempre cumplí con mi trabajo y siempre me gustó ser fiel a mis ideas.

        Los doce años que pasé en la cárcel de Figueras no habían cambiado para nada la fisonomía del pueblo. Las calles de piedra; las casas encaladas y la misma gente de siempre, aunque algo más envejecida, y es que el tiempo no pasa en balde.

        La mujer del Duque, tras la muerte de éste, recogió en su casa a los tres hijos que había tenido su marido con la joven cabrera de Cala. Después de todo, qué culpa tenía aquella mujer. Aunque, bien pensado, había que tener agallas para arrebatar aquellos niños del seno materno. A los más aviesos les había faltado tiempo para meterme cizaña con aquella información. ¡Qué más da! Lo que tenía que hacerse se haría. Recuperé la vieja escopeta del doblado. Tenía el cañón completamente herrumbroso, tampoco para ella los años habían pasado en vano. Juntos permanecimos apostados toda una tarde en El Barranco del Tambor. No tuve que esperar mucho. Allí volví a salirle al paso a la estirpe del Duque para intentar cobrar una vieja deuda, como una pesadilla que volvía a repetirse doce años después. ¡Qué fríamente me comporté! Aquella criatura temblaba aún más que su padre, que en paz descanse. Habida cuenta de la fama que me precedía, no me extrañó. Su tierna imagen mantenía aplacados mis ánimos y embotaba mis facultades. Me apropié de las cinco pesetas que llevaba encima y lo dejé marchar bajo la promesa de que en el pueblo me conseguiría el resto. Subió a caballo por La Cuesta Rodeo y desapareció tras las primeras casas del pueblo.

        Había confiado tan ciegamente en él que cuando logré darme cuenta ya estaba completamente rodeado por la Guardia Civil. Demasiado tarde, ¡qué despliegue! Me dieron tal paliza que no sé como no reventé allí mismo. La cojera me viene de entonces. Creí que me matarían. Sin embargo, por esos caprichos con los que el destino nos obsequia a veces, ingresé de nuevo en prisión, esta vez en Huelva.

        Con la llegada de la República, fui excarcelado. Regresé de nuevo al pueblo. No era tiempo ya de revanchas, así que me dediqué exclusivamente a hacer mi trabajo. Como nadie me contrataba, mis actividades se concentraban en la extracción de cal y en la fabricación de cestas, labor esta última que aprendí en presidio. De esta forma transcurrieron varios años hasta la llegada de la Guerra Civil. Al lado de esta contienda, mi viejo contencioso con el Duque parecía una frivolidad.

 

                                       ***

 

        Un día recibí una inesperada visita a altas horas de la madrugada. De nuevo la Guardia Civil. Esta vez no me pegaron. Aquella insólita actitud me asustó más que si me hubieran dado una paliza. Me concentraron junto a otras personas en la Plaza de la Iglesia. Reconocí junto a mí al Alcalde y a otros miembros del Consistorio. El reloj de la torre marcaba las cinco de la madrugada. El ambiente era tórrido. ¡Qué silencio! Recuerdo cada detalle: la figura esbelta de las dos palmeras del torreón; el empedrado; el sonido del chorro del agua del pilar... El cura ataviado con la sotana murmuraba palabras inaudibles mientras desplazaba su siniestra figura a uno y otro extremo de la plaza.

        Llegó un camión. Una voz: "¡A Higuera!" Unos escalofríos recorrieron mi cuerpo: el presagio de mi muerte inminente. Centenares de vecinos de Cala, Nerva, Riotinto, Aracena y ahora Zufre eran fusilados diariamente en el cementerio de Higuera de la Sierra. El camión partió por la parte de abajo hacia las Cuatro Callejas. A la altura del vacie se escuchó un grito angustiado de mujer que a más de uno le puso la carne de gallina: "¡Caleeeeeeroo!" ¿Qué hacía allí mi pobre hermana? A la hora de la verdad, sólo los lazos de sangre permanecen unidos hasta el final. Presentía que aquella sería la última ocasión en que la vería. Sentía deseos de abrazarla. La pobre, que estropeada estaba. En aquellos fatales momentos me dí cuenta de toda la belleza que había tenido alrededor y había desaprovechado.

        La carretera siseaba entre la escarpada orografía. La mirada encendida y redonda de algunos animales se adivinaba entre las jaras de los cerros. Un tramo de la carretera iba paralelo al barranco de la Charneca. El frondoso paisaje compuesto de adelfas, fresnos y tamujos marcaba pinceladas nostálgicas en aquel luctuoso lienzo de mi vida. Mis compañeros estaban en silencio. Ni se les oía respirar. Yo sentía que el horizonte me comunicaba que iba a morir. Sólo el ruido hiriente del motor del camión rompía el mutismo de la noche, como un personaje descontextuado que huye de una escena a la que no pertenece. ¡Qué maravillosa puede llegar a ser la vida desde aquí!

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