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  El hambre
 
El año del hambre
 
        Cuando Estebitan “el Cojo” asomó, en el bar Núñez se hizo el silencio. El casino estaba a rebosar; pero no bien cruzó el umbral, un murmullo, como una ola, corrió de mesa en mesa. “¡Mira, fíjate en Estebitan!”. “¿Habéis visto su cara!”. Días atrás, había estado hinchado: ¡los efectos del hambre!; no obstante, ahora presentaba una figura más esbelta. Si no fuera por el color... ¡Estaba morado! Y esa mirada... ¡Sus ojos estaban hundidos en el cráneo! La expectación que generaba en derredor acabó por hacerlo reaccionar: “¡Soy Estebitan!, ¡Estebitan! Tranquilos, hombre, ¡a qué vienen esas caras? No me miréis así”. Al día siguiente, no más, murió. “El que se hinchaba, rara vez escapaba”, recuerda Diego Velázquez, paisano y coetáneo.


El Caudillo con doña Carmen Polo en Burgos. Archivo Nacional.

En los cuarenta, la gente caía en Zufre como moscas. Fue el caso de Estebitan; el abuelo de Carmen, la mujer de Murillo; y tantos otros. Los que superaban el verano en tenguerengue, en el filo de la navaja, entraban sin remedio en el chisquero en el solsticio de invierno. ¡Al tiempo!
 
Para enero,
aquí te espero.
Si no quieres ponerte en cola,
vente ahora.
 
“¡Qui...quiriquiiiiii!”. “¡Qui...quiriquiiiiii!!”. “¡Qui...quiriquiiiiii!”. El canto era apenas audible; pero los sentidos se agudizan cuando el hambre aprieta. “¿Un gallo? ¿En la Majada Vieja?”, se preguntaba Santos, el único que lo advirtió. De seguro, escaparía de algún corral. No dijo nada. Con disimulo, se ausentó del tajo donde faenaba con sus paisanos. “El gallo, el gallo... ¿Dónde coño andará el gallo? Sonaba por aquí...”, cavilaba. Trincar el ave podía ser la diferencia entre vivir o morir.
A la siguiente amanecida, sus compañeros vieron el rastro de plumas y restos de candela de la víspera. “¡Aquí se han zampado un gallo!”. No tardaron en atar cabos: Santos, su tardanza... “Lo que yo te diga: ha sido éste”; “Santos se ha comido el gallo sin sal ni nada”; “El muy desgraciado no lo ha compartido, no ha dicho ni pío”; ¡Así te salgan ardentías!”, mostraban su rabia.
Barriga llena, no cree en hambre ajena. Los moclinos habían enterrado los escrúpulos en las paredes del camposanto. No estaban para política, ni para sindicatos, ni para cooperar. ¡Qué de la solidaridad! Los que habían logrado sobrevivir a la represión, bastante tenían con rebuscar en los vacies para ir tirando: cuestión de supervivencia.
 
Menos Franco
y más pan blanco.
 
Los largos años cuarenta, en especial entre 1940 y 1946, quedaron grabados a sangre y fuego en la remembranza indeleble de la villa por la escasez, penuria y miseria generalizadas: el lustro del hambre. ¿Hasta dónde la tragedia? Hasta la desesperación.
En la Cerca del Trapo, un caballo, enfermo y famélico, murió. ¡Era un manojo de huesos! No bien la noticia llegó al pueblo, los vecinos procesionaron hasta el cadáver. ¡Tonto el último! ¡Quién sabe la enfermedad que lo llevó a la muerte? ¡Qué importaba!, la necesidad podía más...,  a buen hambre no hay pan duro; los zufreños eran unos muertos de hambre. Se lo llevaron a pedazos. El último, en viendo que se quedaba sin nada, se echó al hombro las ennegrecidas asaduras. No había que hacer ascos: se moría antes hambriento que enfermo. Por aquel entonces, con lo que estaba cayendo, ¡quién se preocupaba de enfermedades o reconocimientos médicos? ¿Qué era eso? Se moría sin más ni más, de todas todas. ¡Dios sabe de qué! Bastante había con el día a día.
Los guarros de Emilio Moreno, uno de los vecinos que sufrió reclusión en la iglesia por su afección al Movimiento, murieron de Mar Rojo. “¿Qué hago ahora?”, se preguntó. “Mejor los entierras -le recomendó el veterinario-. Es harto peligroso comer esa carne”. Emilio hizo una zanja en la cerca situada en las traseras de su casa, junto al Charquillo, los arrojó allí y los roció con desinfectante. De madrugada, centenares de famélicos zufreños se encaminaron hasta el lugar, provistos con palas, para disfrutar de la peculiar matanza. Dieron cuenta de ellos con Zotal y todo. Y no pasó nada. ¡Menudo festín! Y, si pasó, nadie se enteró.
 “¡Qué buen flan de bellotas acabo de comerme!”, se regodeaba antaño un vecino. “Con las ardentías que daban…-rememora Diego Velázquez- ¿Cómo podía decir que estaba bueno?” El hambre aguza el ingenio: compraban pan del día anterior para que diera más de sí –a pan de quince días, hambre de tres semanas-; tostaban bellotas de alcornoque para hacer café; secaban paperas para liar tabaco. El campo estaba esquilmado de hierbas comestibles y frutos secos: castañas, bellotas, conejeras, vinagreras... Cuando se acabaron las plantas comestibles, rivalizaron con las cabras por amapolas o por cualesquier herbajo que no los llevara de forma inmediata a la tumba. Acuciado por las secuelas del conflicto, a los vecinos de Zufre no les quedaba otra que procurar sobrevivir. Disponer de un huerto, de un olivar, de unos guarros, de unas gallinas... suponía un privilegio en comparación con quienes padecían el hambre en urbes como Sevilla.
A la noche, vecinos famélicos desenterraban las patatas sembradas la víspera. Y ello a pesar de las brutales palizas a que se exponían si los pillaba la Guardia Civil. No había nada que hacer: el hambre podía más. “Ay, tenías que echar el cerrojo en casa a la hora de comer si no querías que se te hiciera un nudo en la garganta -recuerdan los supervivientes-. La calle estaba llena de personas mendigando comida, sobre todo mineros. Mal trago decir que no cuando te veían sentado a la mesa”. Gran pena debe ser, tener hambre y ver comer, reza el refrán.
 Y todo esto pasaba con un campo lleno de piezas de caza. “Las plagas de conejos se venían al pueblo”. Los zufreños no podían cazarlos porque los sublevados les habían retirado la escopeta. “Te daban la cartilla de racionamiento y con eso tenías que aviarte”. Los productos básicos, racionados por la Comisaría General de Abastecimientos, llegaban con cuentagotas.
 
“Padre nuestro que estás en Madrid y te llamas Franco,
Santificado sea tu nombre si nos dan el pan blanco.
Hágase tu voluntad pero no la de *Abastos,
y no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos de tanto ladrón,
antes de que muera de hambre toda la nación”.
 
*La Junta de Abastos, encargada del reparto de alimentos.
 
        Con este desolador panorama, lo que más rápido arraigó en Zufre fue el mercado negro y la picaresca. Los vecinos falsificaban las cartillas de racionamiento, timaban con colectas falsas o se ofrecían a mediar en casa de los reos a cambio de dinero. Las mujeres ocultaban bajo la falda o entre la ropa del bebé las planchas de tocino. Los controles servían de poco: guardias e inspectores corruptos proliferaban en un pueblo que no estaba para miramientos. Los paisanos iban a Santa Olalla por pan de estraperlo. El cereal estaba rígidamente intervenido por la Dictadura. Su comercio lo controlaba el Servicio Nacional del Trigo, que exigía las guías de circulación. Los agricultores debían malvender un cupo de trigo a precio de tasa para poder abastecer a las ciudades; antes bien se las ingeniaban para esconder grano y molerlo a espaldas de la ley. Más adelante, se vendía a precios abusivos, se usaba para autoconsumo o se empleaba como moneda de cambio. El pan se llegó a vender en Zufre a 20 pesetas el kilo, lo equivalente en la época a cuatro o cinco días de trabajo. De noche, los cargueros salían con la recua de bestias hacia la frontera portuguesa para hacer contrabando de café. Mujeres de Higuera, como Teresa y Onofra, lo vendían en Zufre. Los productos de contrabando se podían intercambiar o comprar. “Si se tenía dinero, se podía conseguir casi de todo”. Por dinero baila el perro, y por pan, si se lo dan. Un kilo de azúcar costaba 1,90 pesetas a precio de tasa; en el mercado negro, 20. El aceite para el racionamiento se pagaba a 3,75 el litro, de estraperlo, a 30.
 
El año cuarenta y pico,
según dicen los profetas,
será el año de la paz.
Volverán las vacas gordas;
los bollos a tres pesetas;
los pisos para alquilar.
No tendremos enemigos,
ni en la calle los mendigos
pedirán para comer.
Ese año habrá que verlo,
será el final del estraperlo,
¿quién lo pudiera creer?
 
        Los zufreños más humildes eran carne de cañón: lo normal es que murieran de inanición; caso contrario, malvivían en el filo de la navaja, al límite del sustento vital. ¡Qué horror! En esas, un mediodía se presentó en casa de la viuda del concejal del Frente Popular Antonio Mallofret, un número de la Guardia Civil: “¿Quiere usted comer?”, dijo por educación María del Carmen. “¡Sí!”, contesto con descaro el guardia. Se sentó a compartir el plato con la viuda y sus cuatro pequeños. “¿Acaso no sabe usted que los sublevados mataron a mi marido? Se llevaron los camiones, me robaron... A duras penas salgo sola adelante con mis cuatro vástagos”, decía la señora para sí. La anécdota pasó a engrosar las luctuosas páginas de la memoria colectiva familiar. El hambre y la miseria fueron elementos decisivos en la desmovilización política, sobre ellas se cimentó la pervivencia del régimen franquista.
 
 
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